Ante todo pedir disculpas por no dar la actualidad en los dos últimos dias de lo ocurrido en Pamplona. A continuación subiremos las cronicas del viernes, sabado y domingo.
Para abrir boca hablaremos de la corrida de toros que fue celebrada el día 10. Fecha que recordaremos todos por la fatídica muerte de un corredor, Daniel Jimeno Romero.
El toro "Capuchino" ya conocido por todos, le corneó de una forma mortal en el cuello.
A continuación la crónica de Rafael Cabrera la cual compartimos de forma absoluta.
La corrida estaba marcada por el suceso trágico del encierro y por ello se brindó un emotivo minuto de silencio a la decimosexta víctima de los encierros pamplonicas, desde que se tiene memoria de la primera, allá por 1924. Descanse en paz Daniel Jimeno, que ha regado con su generosa sangre una tradición mucho más que secular. Un minuto de silencio en el que hasta la orgiástica bacanal de alegría y charanga de los tendidos de sol cesó en su algarabía habitual para, respetuosamente, rendir ese minuto de silencio en una plaza donde nunca se ausenta el bullicio. Un minuto, que duró minuto y medio largo, en el que tan sólo se escuchaban los profundos toques de la banda, interpretando el Toque de silencio, y que se remató con una unánime, calurosa, larga y franca ovación, nacida de los diecinueve mil y pico corazones que llenaban el coso de Pamplona.
Y tras de lo cual salió el toro homicida, para dar inicio a un rito ancestral que no se regodea en la sangre, ni en la del animal, ni en la de los caídos, sino que mira en lo profundo del hombre para sacar de éste sus cualidades más valiosas: la abnegación, el dolor, el sufrimiento, el valor, la entrega y el esfuerzo, el afán de superación; cualidades en las que se resume –junto al amor- una buena parte de las mejores virtudes humanas, lo mejor de la vida. Desgraciadamente la corrida de Jandilla no terminó de ofrecer el juego que se espera en hierro tan señalado, y se movió, con alguna excepción, por los derroteros de este toro postmoderno, más cercano al descaste que a la embestida franca y noble, clara y sencilla, larga y entregada que se busca en el auténtico toro de lidia. Pero a grandes males, grandes remedios, y la generosidad –a veces, como hoy, exagerada- del público pamplonica premió con exceso lo poco que de virtuoso pudimos ver el en el coso.
Abriría plaza el Fandi, al que le correspondió ese Capuchino, número 106, nacido en noviembre del 2004, con 515 kilos a los lomos y capa colorada ojo de perdiz. Un toro que casi cumplió en varas –aunque salió fácilmente de la segunda, recargó un poco- y que pese a tener un pitón derecho por el que se colaba –el que causó la tragedia-, era otra cosa por el izquierdo. Veroniqueó de salida el granadino, sin mucho lucimiento, y quitó por chicuelinas del mismo tenor. Banderilleó como suele, colocando un segundo par a la moviola en la cara, bueno, y dos pasados al cuarteo y al violín, para parar al toro a la carrera y recibir una gran ovación. Con la muleta en las manos, se empeñó en tocarlo por el derecho, y tuvo que aguantar más de una colada, colocado fuera de la rectitud en actitud defensiva, entrando al fin el toro al paso con problemas. Mejoraría todo por la izquierda, el toro iba más franco y largo, y él lo llevó más largo, moviendo mejor la mano, y metiéndoselo después de algunos lances, más en redondo. Pero volvió a la derecha para ver como se venía lo realizado algo abajo, saliendo desarmado y recurriendo al final al toreo popular de series de pases de pecho ligados, molinetes de pie y rodillas y guiños al sol. Una estocada caída, con pérdida de la tela, un aviso y un descabello fueron suficientes para la concesión de ese trofeo. Durante la faena sonó muy oportunamente “Martín Agüero” y se escuchó, porque las charangas de las peñas guardaron un silencio verdaderamente conmovedor. El cuarto de la tarde fue Begadito, un toro negro bragado y axiblanco de 575 kilos, manso, flojo de cuartos traseros y que fue a menos con poca –casi nula- casta. Mientras la gente merendaba lo paró el Fandi sin mayor aplauso, y banderilleó con menos aplausos –no obstante buena parte de la gente tenía las manos ocupadas-, destacando un tercer par a la moviola sobre un pitón. Luego, con la franela, anduvo fuera de la rectitud, dando pases pero sin profundidad, por ambas manos, sin demasiada ligazón por momentos y en otros con enganchones deslucidos. Lo remató de una entera por el chaleco, que requirió de un descabello.
Matías Tejela pasó sin mayor pena ni gloria por el coso de la capital navarra. Su primero fue Cetrero de apodo, con 525 en la báscula, negro bragado corrido y coletero, tocado de armas, con poca culata y remate, y manso, brusco y complicado de condición. Nada le vimos con la capa digno de mayor mención, si acaso unas decentitas verónicas en el quite, y tras brindar al cielo –como había hecho el Fandi en su primero- anduvo aguantando las brusquedades y calamocheo del animal en las primeras tandas. Eso sí, frente a ellas, anduvo con precaución, desde fuera, perdiendo pasos ante la reposición del bicho que iba con genio y violencia, moviendo la cabeza. La faena fue algo a más, con la izquierda, más colocado y metiéndoselo algo más, para terminar, a renglón seguido, con otra aceptable serie con la zurda, donde lo llevó más toreado. Y cortó, inexplicablemente, la faena entonces, cuando parecía que la cosa iba a más. Le dejó una estocada casi entera, algo caída, sin terminar de pasar y le dio tres descabellos entre los cuales anduvo el toro barbeando tablas. El quinto pasaba por Amante, con 595 kilos, y capa negra mulata. Algo tocado de cuerna, se comportó con mansedumbre y se vino a menos rápidamente ayuno de casta. Tejela comenzó de la misma forma que en el anterior, con demasiadas precauciones, despegado y fuera, pero se lo metió en el último lance de la segunda tanda con la diestra. Luego, cuando cambió a la zurda, estuvo más en su sitio, para retornar a la diestra y arrimarse entre los pitones a medida que el toro tardeaba y se paraba. Fue entonces cuando el público entró en el trasteo, aunque el toro ya tenía, a lo más, cincuenta centímetros de viaje. Una entera, caída, de efecto rápido, consiguió que hubiese petición, tras de lo cual vino un largo silencio y sólo al fin, unos aplausos que se convirtieron en ovación cuando salió a saludar. ¡Vaya criterio!
A Rubén Pinar le toco en suerte Agualimpio, un jandilla de 555 kilos, negro, delantero, con escasos cuartos traseros, manso pero embestidor y con genio. Lo saludó con unos lances desperdigados, sin hacer quite –que lo reservó para los toros de Tejela-. Brindó al público y comenzó bien la faena, ganando terreno, genuflexo, con un buen cambio de mano casi al final. Buen inicio. Pero luego…, ¡ay luego!, un torero de su capacidad técnica, con lo mucho que liga, no sé por qué tiene que colocarse fuera, pasarlo despegado y darle tanta salida, sin terminar de metérselo más que en contadas ocasiones y pasándolo mucho en paralelo, donde se obliga y manda menos a los toros. Ligó, tiró del toro, lo llevó, pero con alivios que no venían a cuento. Algo embarullado al final, sacó dos circulares deslucidos y unos pases del Celeste Imperio, y lo finiquitó de una entera, un poco desprendida, pero tirándose con ganas y bien. En el sexto la faena fue una copia de la anterior, con la indispensable salvedad de la mayor calidad del toro. Éste se llamó Sabueso, de 580 en la romana, negro, tocado, pero aunque manso en varas, embestidor y boyante en la franela. Y vimos lo mismo, algún pase en redondo –pero algo despegado y cogiéndolo desde fuera-, ligazón y aprovechamiento de las embestidas, pero poco más; se fue el mejor toro del encierro. Lo mató de un pinchazo bajo y una estocada por allí mismo, con derrame, y cómo la gente le quería ver en hombros, le concedieron esa segunda oreja que sabe a poco.
Y tras de lo cual salió el toro homicida, para dar inicio a un rito ancestral que no se regodea en la sangre, ni en la del animal, ni en la de los caídos, sino que mira en lo profundo del hombre para sacar de éste sus cualidades más valiosas: la abnegación, el dolor, el sufrimiento, el valor, la entrega y el esfuerzo, el afán de superación; cualidades en las que se resume –junto al amor- una buena parte de las mejores virtudes humanas, lo mejor de la vida. Desgraciadamente la corrida de Jandilla no terminó de ofrecer el juego que se espera en hierro tan señalado, y se movió, con alguna excepción, por los derroteros de este toro postmoderno, más cercano al descaste que a la embestida franca y noble, clara y sencilla, larga y entregada que se busca en el auténtico toro de lidia. Pero a grandes males, grandes remedios, y la generosidad –a veces, como hoy, exagerada- del público pamplonica premió con exceso lo poco que de virtuoso pudimos ver el en el coso.
Abriría plaza el Fandi, al que le correspondió ese Capuchino, número 106, nacido en noviembre del 2004, con 515 kilos a los lomos y capa colorada ojo de perdiz. Un toro que casi cumplió en varas –aunque salió fácilmente de la segunda, recargó un poco- y que pese a tener un pitón derecho por el que se colaba –el que causó la tragedia-, era otra cosa por el izquierdo. Veroniqueó de salida el granadino, sin mucho lucimiento, y quitó por chicuelinas del mismo tenor. Banderilleó como suele, colocando un segundo par a la moviola en la cara, bueno, y dos pasados al cuarteo y al violín, para parar al toro a la carrera y recibir una gran ovación. Con la muleta en las manos, se empeñó en tocarlo por el derecho, y tuvo que aguantar más de una colada, colocado fuera de la rectitud en actitud defensiva, entrando al fin el toro al paso con problemas. Mejoraría todo por la izquierda, el toro iba más franco y largo, y él lo llevó más largo, moviendo mejor la mano, y metiéndoselo después de algunos lances, más en redondo. Pero volvió a la derecha para ver como se venía lo realizado algo abajo, saliendo desarmado y recurriendo al final al toreo popular de series de pases de pecho ligados, molinetes de pie y rodillas y guiños al sol. Una estocada caída, con pérdida de la tela, un aviso y un descabello fueron suficientes para la concesión de ese trofeo. Durante la faena sonó muy oportunamente “Martín Agüero” y se escuchó, porque las charangas de las peñas guardaron un silencio verdaderamente conmovedor. El cuarto de la tarde fue Begadito, un toro negro bragado y axiblanco de 575 kilos, manso, flojo de cuartos traseros y que fue a menos con poca –casi nula- casta. Mientras la gente merendaba lo paró el Fandi sin mayor aplauso, y banderilleó con menos aplausos –no obstante buena parte de la gente tenía las manos ocupadas-, destacando un tercer par a la moviola sobre un pitón. Luego, con la franela, anduvo fuera de la rectitud, dando pases pero sin profundidad, por ambas manos, sin demasiada ligazón por momentos y en otros con enganchones deslucidos. Lo remató de una entera por el chaleco, que requirió de un descabello.
Matías Tejela pasó sin mayor pena ni gloria por el coso de la capital navarra. Su primero fue Cetrero de apodo, con 525 en la báscula, negro bragado corrido y coletero, tocado de armas, con poca culata y remate, y manso, brusco y complicado de condición. Nada le vimos con la capa digno de mayor mención, si acaso unas decentitas verónicas en el quite, y tras brindar al cielo –como había hecho el Fandi en su primero- anduvo aguantando las brusquedades y calamocheo del animal en las primeras tandas. Eso sí, frente a ellas, anduvo con precaución, desde fuera, perdiendo pasos ante la reposición del bicho que iba con genio y violencia, moviendo la cabeza. La faena fue algo a más, con la izquierda, más colocado y metiéndoselo algo más, para terminar, a renglón seguido, con otra aceptable serie con la zurda, donde lo llevó más toreado. Y cortó, inexplicablemente, la faena entonces, cuando parecía que la cosa iba a más. Le dejó una estocada casi entera, algo caída, sin terminar de pasar y le dio tres descabellos entre los cuales anduvo el toro barbeando tablas. El quinto pasaba por Amante, con 595 kilos, y capa negra mulata. Algo tocado de cuerna, se comportó con mansedumbre y se vino a menos rápidamente ayuno de casta. Tejela comenzó de la misma forma que en el anterior, con demasiadas precauciones, despegado y fuera, pero se lo metió en el último lance de la segunda tanda con la diestra. Luego, cuando cambió a la zurda, estuvo más en su sitio, para retornar a la diestra y arrimarse entre los pitones a medida que el toro tardeaba y se paraba. Fue entonces cuando el público entró en el trasteo, aunque el toro ya tenía, a lo más, cincuenta centímetros de viaje. Una entera, caída, de efecto rápido, consiguió que hubiese petición, tras de lo cual vino un largo silencio y sólo al fin, unos aplausos que se convirtieron en ovación cuando salió a saludar. ¡Vaya criterio!
A Rubén Pinar le toco en suerte Agualimpio, un jandilla de 555 kilos, negro, delantero, con escasos cuartos traseros, manso pero embestidor y con genio. Lo saludó con unos lances desperdigados, sin hacer quite –que lo reservó para los toros de Tejela-. Brindó al público y comenzó bien la faena, ganando terreno, genuflexo, con un buen cambio de mano casi al final. Buen inicio. Pero luego…, ¡ay luego!, un torero de su capacidad técnica, con lo mucho que liga, no sé por qué tiene que colocarse fuera, pasarlo despegado y darle tanta salida, sin terminar de metérselo más que en contadas ocasiones y pasándolo mucho en paralelo, donde se obliga y manda menos a los toros. Ligó, tiró del toro, lo llevó, pero con alivios que no venían a cuento. Algo embarullado al final, sacó dos circulares deslucidos y unos pases del Celeste Imperio, y lo finiquitó de una entera, un poco desprendida, pero tirándose con ganas y bien. En el sexto la faena fue una copia de la anterior, con la indispensable salvedad de la mayor calidad del toro. Éste se llamó Sabueso, de 580 en la romana, negro, tocado, pero aunque manso en varas, embestidor y boyante en la franela. Y vimos lo mismo, algún pase en redondo –pero algo despegado y cogiéndolo desde fuera-, ligazón y aprovechamiento de las embestidas, pero poco más; se fue el mejor toro del encierro. Lo mató de un pinchazo bajo y una estocada por allí mismo, con derrame, y cómo la gente le quería ver en hombros, le concedieron esa segunda oreja que sabe a poco.
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